

LA ALIMENTACIÓN COMO MEDICINA
Sabia Nutrition se enfoca en la prevención “Medicina P4“:
La medicina P4 es un nuevo término Este nuevo enfoque y significa que la medicina debe ser Predictiva, Personalizada, Preventiva, Participativa. Tomar medidas positivas y personalizadas para optimizar su salud antes de que las cosas se descompongan es la nueva normalidad. La práctica médica se encuentra al borde de un cambio trascendental.
En los próximos años pasará progresivamente, de ser, una medicina reactiva, basada en la enfermedad, a una medicina personalizada,
predictiva, preventiva y participatoria (Medicina P4) centrada en la salud. Este cambio será posible gracias a los avances alcanzados en el ámbito de la ciencia básica (por ejemplo, secuenciación completa del genoma humano), el desarrollo de herramientas informáticas (por ejemplo, Internet) y de la práctica médica tradicional ha sido “reactiva” (el médico interviene cuando hay enfermedad). Los avances tecnológicos y biomédicos es una transición hacia una medicina “anticipatoria”, centrada en la salud (no en la enfermedad).
UNA DIETA SALUDABLE
SABIANUTRITION
Nuestro principio nutricional se fundamenta en el concepto de que cada persona tiene características y necesidades distintas, y por ello brindamos atención dietética personalizada.
Te invitamos a leer el siguiente artículo.
“Las principales causas de muerte en el mundo desarrollado ya no son las pestes ni las hambrunas, sino afecciones en gran medida evitables que nos infligimos nosotros mismos: obesidad, diabetes, hipertensión arterial, enfermedades cardiacas. El problema que acecha tras estas enfermedades relacionadas con el estilo de vida es en parte, nuestra existencia fácil y estática, pero también el consumo excesivo de alimentos fabulosamente sustanciosos. Nos enfrentamos a epidemias que no están causadas por enfermedades infecciosas, sino por las consecuencias evitables de comer demasiado y la inactividad física. La agricultura industrializada, tan eficiente gracias a su mecanización y el uso de fertilizantes, pesticidas y herbicidas artificiales, genera copiosas cosechas y la producción en masa de carne significa que jamás ha sido tan barato y fácil de conseguir. Vivimos una época de abundancia apabullante. No obstante, el problema no es solo la cantidad de alimentos que tenemos a nuestra disposición, sino la clase de comida que a menudo preferimos. Por lo general, no tendemos a comer demasiada frutas y verduras ni verduras frescas. Y la causa fundamental de nuestros excesos tiene su origen en una programación muy arraigada en nuestra composición biológica.

Para nuestros antepasados la sabana africana, la supervivencia requería dirigir los esfuerzos con mucho tino, por lo que la evolución programó nuestro sentido del gusto para preferir las fuentes de nutrientes y minerales esenciales que escaseaban en aquel entorno, tales como el azúcar, la grasa y la sal. No obstante, como la evolución del ser humano no puede seguir el ritmo de los cambios culturales, hemos conservado nuestro paladar paleolítico y seguimos teniendo antojo de alimentos con un alto valor, de los que hoy en día disponemos en abundancia.

Visto así el tótem de la comida rápida moderna, la hamburguesa con queso, patatas fritas y un refresco, es como un sueño primitivo hecho realidad: proteínas grasas, envueltas en hidratos de carbono ricos en energía, espolvoreadas con apetitosa sal y regadas con una solución concentrada de azúcar. Es casi inquietante lo bien elaborada que esta para despertar todos y cada uno de nuestros instintos nutricionales primarios y estimular los centros de placer de nuestro cerebro. Estas clases de alimentos activan la vía de recompensa de la dopamina del cerebro exactamente igual que otras sustancias adictivas. De hecho, casi todos los alimentos procesados que consumimos en la actualidad están cargados de grasa, sal y azúcar. Y gran parte de la carne que comemos se tritura industrialmente para convertirla en carne picada (hasta hemos delegado a las fábricas el esfuerzo de masticar).
Con respecto al aporte calórico que necesita el cuerpo humano, los nutrientes cargados de energía, blandos, y fáciles de digerir de las comidas modernas son como combustible para cohetes suministrado a personas que apenas se mueven. Existe una marcada desconexión entre el entorno primitivo en el que evolucionaron nuestros genes y el mundo moderno que hemos creado. Así pues, cuando permitimos que nuestros impulsos primitivos determinen nuestra dieta, nos volvemos propensos a lo que llamamos enfermedades de desajuste. La energía sobrante se almacena en el cuerpo como reserva de grasa y acaba causando obesidad; el exceso de sal favorece la hipertensión arterial, y los picos de azúcar en la sangre derivan en diabetes.
Otra razón importante de que nos cueste tanto resistirnos a comer demasiados alimentos procesados y dulces, pese a saber que son muy poco saludables y engordan, se debe a un sesgo cognitivo. Nuestra propensión por sobrevalorar las recompensas inmediatas al tiempo que ignoramos las consecuencias a largo plazo de nuestras decisiones nos impide actuar de manera racional. Esta tendencia tiene sentido evolutivamente. En un mundo incierto o peligroso, merece la pena aprovechar los beneficios de inmediato, ya que más adelante podríamos no tener oportunidad de hacerlo, o centrarnos en una amenaza actual en vez de hacerlo en una futura. Y, en el mundo moderno, la miopía cognitiva del “sesgo del presente”, no solo se manifiesta en hábitos alimentarios poco saludables sino también en la decisión de gastarnos el dinero que nos sobra hoy en vez de ahorrarlo para el futuro o en postergar tareas o trabajo buscando la gratificación instantánea y dejándolos para otro momento (¡o nunca!). También es uno de los diversos sesgos cognitivos que nos impiden responder de manera eficaz a problemas que son graves, pero que se desarrollan de manera gradual como el cambio climático.
Una dieta saludable debe tener un equilibrio de tres macronutrientes: hidratos de carbono, grasas y proteínas. Los descomponemos durante la digestión y el metabolismo para suministrar la energía química que impulsa las actividades de nuestro cuerpo y aportar todos los componentes moleculares a partir de las cuales construimos nuestras células. No obstante, también necesitamos pequeñas cantidades de otras sustancias indispensables conocidas como macronutrientes. Los minerales son compuestos inorgánicos. La mayoría con contenido en metales que favorecen procesos determinantes en el organismo, por ejemplo, la sal, aporta tanto el sodio necesario para nuestros nervios y músculos como el cloro que se utiliza para mantener el equilibrio de agua en nuestras células para producir ácido clorhídrico en el estómago.

Asimismo, necesitamos calcio para la formación de huesos y dientes, hierro para transportar el oxígeno por el torrente circulatorio, fósforo y azufre para sintetizar otros componentes fundamentales de nuestras células, y pequeñas cantidades de yodo y de metales como cobre, cobalto y zinc. Estos elementos indispensables que contienen los minerales no pueden ser sintetizados bioquímicamente por los organismos vivos -proceden, en última instancia, del suelo y el agua que absorben las plantas y los animales que comemos.
Otros micronutrientes esenciales son los compuestos orgánicos conocidos como vitaminas, que, a diferencia de los minerales, están sintetizados por otros organismos. Los seres humanos necesitamos estas sustancias químicas para funcionar como es debido, pero somos bioquímicamente incapaces de fabricarlas, por lo que debemos obtenerlas de la dieta.
Todas las reacciones químicas dentro de las células están impulsadas por enzimas específicas y, si una especie evoluciona con una mutación que ha eliminado una enzima metabólica, puede perder la capacidad de sintetizar un determinado producto químico (así como otros compuestos derivados de él).
En el ser humano hay trece vitaminas esenciales. Se nombraron alfabéticamente conforme se fueron descubriendo a lo largo del siglo XX, tachándose de la lista cuando se determinaba que una sustancia química no era, de hecho, necesaria en la dieta y añadiendo números cuando los científicos descubrían que algunas estaban químicamente relacionadas entre sí: son las vitaminas A, B1/2/3/5/6/7/9/12, C, D, E y K. La fábrica bioquímica humana es capaz de sintetizar la vitamina D mediante una reacción química que se produce cuando los rayos ultravioletas del sol inciden en la piel. No obstante, muchas personas que viven en latitudes más altas no pueden sintetizar suficiente vitamina D, de ese modo, se considera una vitamina de la dieta.

Las distintas vitaminas intervienen en diversos procesos del organismo, desde impulsar la acción de las enzimas en reacciones bioquímicas esenciales en nuestras células hasta ayudarnos a extraer energía o absorber otros nutrientes clave de la dieta. Si nuestra dieta carece de uno de estos ingredientes esenciales, las reservas de nuestro organismo se agotan y desarrollamos una enfermedad carencial.
En este sentido, el ser humano parece más imperfecto que otros animales. Mientras que la mayoría de ellos pueden pasarse toda la vida comiendo un solo tipo de alimento sin padecer ningún efecto nocivo.
Es el caso de los búfalos que son felices masticando nada aparte de hierba; mientras el ser humano debe obtener un aporte adecuado de los numerosos micronutrientes esenciales a partir de una dieta especialmente variada.
La razón de que hayamos acumulado estas mutaciones metabólicas reside precisamente en que, a lo largo de nuestra historia evolutiva, hemos comido una amplia variedad de plantas – y, en tiempos más recientes en la prehistoria, también carroña y, más adelante, carne de caza – en hábitats muy diversos. Es posible que una mutación que inactiva una enzima metabólica no tuviera ningún efecto perjudicial inmediato: probablemente la molécula orgánica que había producido seguía presente en los variados alimentos que consumíamos, por lo que la mutación no se eliminó de la población por selección natural. Hemos acumulado defectos en nuestra fábrica bioquímica porque estaban enmascarados por la variada dieta de nuestros antepasados primates y más adelante, cazadores-recolectores. Ello significa que nuestros antepasados, al ser favorecidos ecológicamente con una dieta rica y variada, crearon la necesidad permanente de una dieta así para sobrevivir. Cuando desarrollamos la agricultura y nuestra dieta se centró en una cantidad limitada de cultivos de cereales básicos, frutas y verduras, empezaron a aparecer enfermedades carenciales.
Nota: También necesitamos veinte aminoácidos esenciales distintos para fabricar las diversas proteínas de nuestro organismo, pero solo podemos producir doce. En este punto, es interesante observar que las dietas agrícolas tradicionales de todo el mundo combinan un cereal básico para aportar caloría con un tipo de legumbre rica en proteína. En Asía meridional y oriental, el arroz se combina con lenteja o soja; en Oriente Próximo, el trigo se complementaba con garbanzos o habas; los indígenas americanos comían maíz con frijoles negros o alubias pintas; y una combinación habitual en África era el mijo y el caupí.
Los aminoácidos esenciales son compuestos orgánicos que el cuerpo humano necesita para funcionar correctamente, pero no puede producirlos por sí mismo. Deben ser obtenidos a través de la dieta.
En el caso de las enfermedades carenciales, estas son condiciones patológicas causadas por la falta o insuficiencia de nutrientes esenciales en la dieta. Estos nutrientes pueden ser vitaminas, minerales, proteínas, carbohidratos, grasas y otros compuestos necesarios para el funcionamiento adecuado del organismo. Las enfermedades carenciales pueden tener efectos graves en la salud si no se tratan adecuadamente.” *
La mejor prevención es consumir una dieta variada. Incluir alimentos ricos en nutrientes. Evitar dietas restrictivas. Realizar controles médicos regulares.
Es importante consultar con un profesional de la salud para determinar las necesidades individuales de aminoácidos esenciales.
*El anterior artículo es una colaboración de Lewis Dartnell (2024), SER HUMANO: Cómo nuestra biología ha moldeado la historia universal; pág. 231-233, 286, 287 editorial Debate, Barcelona.
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